Sofía y la guacamaya by Ana M. Fores Tamayo

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En el cuarto prohibido, Sofía suspiraba. Sabía que su hermano se enojaba, pero eran tan lindos los colores. Su cuarto también era bonito, pero no la atraía como éste. Los verdes azules de una jungla, con su cocodrilo llorón acostado en la cama color de río, los espejos luminosos de un manglar imaginado, la serpiente rosada enroscada por la ventana: este ambiente exótico la envolvía en sueño. También los pájaros de madera la conmovían—el tucán multicolor, la guacamaya cantando, el águila volando de prisa en suspensión. Ay, que linda la caverna tropical de su hermano. Y el día afuera estaba tan feo, tan tempestuoso....quieta y callada se quedaba Sofía, mirando más allá de allá, respirando suave suave, soñando con agua de esmeralda y río turbulento....

La guacamaya despertó. Miró a Sofía con ojo de sospecho, y le preguntó, un poco asustado: —Ay, niña, ¿que haces aquí en este mundo? ¿Debes estar paseando por estos lados misteriosos? Y Sofía, sorprendida, aturdida, le contesto: —Pues, no, Señor Guacamaya. Mi hermano no me deja molestarlo en su cuarto bonito. Pero, bueno, él... él no está aquí, y quería pasar un rato lindo lindo admirando sus bellos adornos.

La guacamaya sonrío. Perdía un poco de su alarma instintiva contra la niña bella. —Está bien, niña Sofía. ¿Te llamas niña Sofía, no? He oído la señora de la casa llamándote así. Pues bien. ¿Quieres ir conmigo a viajar por los manglares, a escalar montañas grandes, a conocer el mundo enorme y lleno de aventuras? ¿Quieres ir conmigo a saludar al resplandeciente sol?

—Pues sí, Señor Guacamaya—contestaba la niña Sofía. —Contigo, señor, contigo.

Y así comenzaron su viaje, la niña Sofía, tan bella bella, y el Señor Guacamaya, su guía aventurero del día.

Caminando, caminando, los dos pasaban por selvas opulentas y frondosas. Cruzaban vías atascadas con raíces marañosas, con fango enlodado y pegajoso. Miraban por encima una corona de verde azul y por debajo un mar de vida insecto. Pero caminaban seguido, y sin parar, hasta que llegaron a un río.

—¿Quieres volver, niña Sofía? preguntaba el Señor Guacamaya, que como volaba de a veces, no se cansaba tanto. —Pues no, Señor Guacamaya— respondía la niña Sofía. —Yo quiero ir contigo. Contigo, señor, contigo.

Y así seguían por el río tenebroso, abriendo el camino entre las selvas sobrecrecidas. Al pasar, espiaban las flores exóticas de un manglar escondido y observaban, de vez en cuando, un animal curioso que los seguía con ojos de asombro. Pararon de nuevo al lado de un pantano inundado, pero antes de poder descansar un minuto, descubrieron un cocodrilo grande y asustón, asomando una cabeza cubierta de algas, su mandíbula entreabierta.

—¡Ay, Señor Guacamaya! ¡Tengo miedo, señor, tengo miedo! gritó la niña Sofía, con un terror incomprensible en su voz. La guacamaya, sorprendida, también con miedo, saltó a una rama nudosa de un árbol caído. —¡Ay, ¿Que haremos? ¿Que haremos? ¡Yo no sé pelear contra un cocodrilo grande y asustón! Pero el cocodrilo, medio dormido y extremamente dócil de cualquier manera, se rió y dijo: —No tengan miedo, amigos. Yo no me como a nadie. Especialmente a una niña bella bella acompañada por un pájaro multicolor.

Y así comenzaron a hablar, el cocodrilo asustón con el Señor Guacamaya, y su compañera la bella niña Sofía. Hablaron mucho, del camino del río verde, de sus cascadas numerosas, de los peligros que atraían, de las bellezas que escondía el río serpentino y caudaloso. Y el tiempo así paso, hasta que la niña, cansada ya de hablar, y loca por seguir su camino, pregunto: —Señor Cocodrilo, el Señor Guacamaya y yo vamos de aventuras a buscar el sol. Vamos a viajar por los manglares, a escalar montañas grandes, a conocer el mundo enorme y lleno de aventuras. Vamos a saludar al resplandeciente sol. ¿Nos puede decir cual camino debemos tomar, Señor Cocodrilo? ¿Y quisiera venir con nosotros, para aventurar el día?

Y el Señor Cocodrilo, pensando un poco, y cerrando sus ojos llorones para aparecerse más filósofo, contesto: —El sol va de rumba al oeste. Se esconde de vez en cuando por las nubes, y desaparece entre las montañas. Hasta se oculta detrás de las sombras de flores radiantes, brillando en el desierto. En el valle a veces se derrumba detrás de un suspiro, pero siempre aparece de nuevo, y adelanta, siempre hacia el oeste, y siempre hasta el anochecer. Vamos entonces hacia el oeste, amigos, y quizás, encontraremos a otro quien nos pueda ubicar mejor. Y así salió el Señor Cocodrilo del agua, estiró sus patas de un cuero durísimo, y empezó el viaje, seguido por el Señor Guacamaya, ese pájaro multicolor, y la bella niña Sofía.

Caminando, caminando, los tres salieron de la selva oscura y peligrosa. Pasaron por caminos abiertos y llenos de un pasto amarillo, color de oro. Todo estaba quieto y tranquilo; hasta el viento que soplaba lo hacía con una gentileza poética. Veían por encima el azul brillante de un cielo sin nubes, y por debajo el prado infinito con sus arboles aislados. Escondiéndose detrás de la poca vida vegetal, encontraban, de vez en cuando, un rabipelado ojudo, buscando comida entre las ramas ocasionales de esa llanura sin fin. Pero caminaban seguido, y sin parar, por esa sabana increíblemente inmensa, hasta que llegaron al pie de una montaña monstruosa.

—¿Quieres volver, niña Sofía? Y tú, Señor Cocodrilo, quieres regresar? preguntaba el Señor Guacamaya, que, igual que siempre, como volaba de a veces, no se cansaba tanto. —Pues no, Señor Guacamaya— respondían ambos. —Queremos contigo. Contigo, señor, contigo.

Y así seguían, escalando esa montaña empinada, abriendo paso por las rocas que resbalaban y caían al vacío. Al pasar, notaban que la vegetación cambiaba de un pasto amarillento a uno de pinos chiquitos, tuertos, casi sin vida en la altura de esa montaña gigantesca. Por fin, los tres alpinistas pararon de nuevo a recobrar sus energías, pero antes de poder descansar un minuto, descubrieron una alpaca rumiante, refunfuñando su llegada abstrusa.

—¡Ay, Señor Guacamaya, Señor Cocodrilo! ¡Tengo miedo, señores, tengo miedo! gritó la niña Sofía, con ese terror incomprensible en su voz que ya empezaban a reconocer. Y la guacamaya, igual que el cocodrilo, sorprendidos, también con miedo, se escondieron detrás de una roca sobresalida en esa montaña grotesca, casi tocando al cielo. —¡Ay, ¿Que haremos? ¿Que haremos? ¡Nosotros no sabemos pelear contra una alpaca tan grande y malgeniada! chillaron los amigos asustados.

Y la alpaca, notando que los tres eran más chiquitos que ella, y que también estaban aterrorizados de su altura, se divirtió en pensar que los podía asustar. Y así decidió hablar, con una voz ronca y amenazante: —¿Que hacen aquí, estorbando mi paraíso tranquilo? ¿No saben que me escapo a estas partes remotas para no tener que hablar con nadie?

Pero la niña Sofía le sonrió con una dulzura tan linda, tan simpática, que la alpaca se arrepintió de sus modales. —Ay, Señora Alpaca… estamos perdidos, señora de la montaña. El Señor Guacamaya, el Señor Cocodrilo, y yo vamos de aventuras. Ya viajamos por los manglares y la sabana. Ahorita escalamos montañas grandes, y todavía queremos conocer el mundo enorme y lleno de aventuras. ¿Quieres ir conmigo a saludar al resplandeciente sol? ¿Con nosotros, Señora Alpaca? Y nos podría señalar el camino mejor?

Y la Señora Alpaca, pensando un poco, masticando el pasto lentamente y saboreando ese bocado suntuoso, cerró sus ojos grandes y sobresalidos. Apareciéndose así más sabia, les contó en voz baja y decisiva: —El sol va de rumba al oeste. Se esconde de vez en cuando entre las nubes, y descansa aquí en las montañas antes de seguir su camino. Por el desierto recupera sus energías y brilla duro y fuerte, asando las arenas blancas y tiñéndolas color de seda. En el valle se esconde de nuevo, respira sus rayos quietos, y adelanta, siempre hacia el oeste, y siempre hasta el anochecer. Vamos entonces hacia el oeste, amigos, y quizás, encontraremos a otro quien nos pueda ubicar mejor.

Y así empezó esa bajada peligrosa la Señora Alpaca. Siguiéndola despacio iban el Señor Cocodrilo, ese cocodrilo asustón que tenía ahora más miedo que nadie, el Señor Guacamaya, el pájaro de tantos colores que a veces volaba, pero ahora lo hacia con susto, y la bella niña Sofía, agarrándose de cualquier piedra para asegurarse de sus pasos tenebrosos y desequilibrados. Caminando, caminando, los cuatro bajaban un poquito a la vez, mirando la nieve cristalina que brillaba en los picos de las otras montañas alrededor. Los pinos bailaban en el viento frio, y ni un animal asomaba su cabeza en esos rincones sin luz. Las tierras volcánicas a veces se estremecían con inquietud, y los temblores que sentían al caminar sobre el paso angosto y tortuoso los llenaba de terror. Pero caminaban seguido, y sin parar, por esos pasos estrechos, sinuosos, hasta que llegaron a un valle recortado entre las rocas de una costa mellada. Acercándose a tierra más firme, los cuatro se alegraban en descansar de ese camino escarpado, sin rumbo fijo.

—¿Quieres volver, niña Sofía? Y ustedes, Señor Cocodrilo, Señora Alpaca, quieren regresar? preguntaba el Señor Guacamaya, que, igual que siempre, como volaba de a veces, no se cansaba tanto. —Pues no, Señor Guacamaya— respondían los tres. —Queremos contigo. Contigo, señor, contigo. Y así seguían, por fin llegando al pie de un océano magnifico, eterno, de un azul tan profundo que los dejaba ciegos. Al descansar unos minutos de su viaje, notaron que, sentado en el medio de esas arenas tibias, estaba un galápago gigantesco, con un caparazón alto, redondeado, amarillo pardo color de tierra.

—¡Ay, Señor Guacamaya, Señor Cocodrilo, Señora Alpaca! ¡Tengo miedo, señores, tengo miedo! gritó la niña Sofía, con ese terror incomprensible en su voz que ya reconocían pero muy muy bien. Y la guacamaya, igual que el cocodrilo y la alpaca, sorprendidos, también con miedo, trataron de esconderse detrás de alguna palmera, de algún arbusto pequeño en esa playa pintoresca que acariciaba al mar. —¡Ay, ¿Que haremos? ¿Que haremos? ¡Nosotros no sabemos pelear contra un galápago escamoso e inmóvil! chillaron los cuatro amigos, creando una visión extraña en la orilla de esas aguas profundas.

Y el galápago, sin notar ningún movimiento en esas arenas blancas, seguía mirando hacia el horizonte, soñando con paraísos calientes, alegres, sin riesgo o rareza algún. Se acercaron los cuatro amigos, y aún esa tortuga del mar seguía pasmada, embobecida, ciega contra cualquier peligro que llegara. Los amigos miraban a ese soñador antiguo cubierto desde la espalda al pecho, protegido por su propio cuerpo endurecido. Parados al frente de ese reptil sin dientes, a los cuatro se les derritió el miedo. Y entonces la niña Sofía se atrevió de hablarle, y lo llamó a travez de su caparazón de carey. Las manchas amarillas, rojas, y negras se estremecían, y la tortuga hermosa parecía encogerse entre si misma. —Yo no les he hecho nada; déjenme en paz—bamboleó el galápago miedoso.

Y la niña Sofía, compadeciéndose del pobre reptil gigantesco, le respondió suavemente: —Ay, Maestro Galápago, necesitamos ayuda. Estamos perdidos, filósofo y pensador errante. El Señor Guacamaya, el Señor Cocodrilo, la Señora Alpaca y yo vamos de aventuras. Ya viajamos por los manglares y la sabana. Ya escalamos montañas grandes, pero todavía queremos conocer el mundo enorme y lleno de aventuras. ¿Quieres ir conmigo a saludar al resplandeciente sol? ¿Con nosotros, Maestro Galápago? Y nos podría señalar el camino mejor? Pero el galápago se quedaba quieto, callado, casi dormido, mientras esa pregunta solitaria resonaba en los vientos de la playa abandonada. Los amigos miraban a la tortuga de nuevo, asombrados, y la niña Sofía le repetía: —Ay, Maestro Galápago, necesitamos ayuda. Buscamos al sol, Maestro poderoso, Señor que sabe todo. ¡Ayúdenos, por favor!

Pero aunque la niña Sofía le rogaba, el galápago seguía encogido dentro si mismo, sin responder. El Señor Guacamaya volaba arriba de él, pero el viejo galápago no alzaba sus ojos hacia la eternidad. El Señor Cocodrilo se enroscaba alrededor de sus pies, pero el maestro silencioso se encogía más todavía. La Señora Alpaca repicaba contra su caparazón de piedra, pero las campanadas resonaban como eco en la nada de ese médano granoso. Y hasta que la niña Sofía no empezó a llorar, a soltar sus lagrimas de perlas, de cristalinas brillando al caer, el maestro Galápago no se conmovió. Cuando vio esa niña rajada en llanto, el galápago por fin sacó lentamente su cabeza miniatura, miró a la niña tierna cubierta en lagrimas, y se llenó de emoción.

Y entonces fue que habló este anciano, con voz baja, grave, y sabedora: —No llores, niña. No me gustan las lagrimas de nadie, especialmente de una niña bella acompañada de una banda de animales incongruos. Yo te diré lo que debes hacer para alcanzar el camino que te lleva al sol. Y entonces la tortuga inteligente comenzó: —Agárrense uno de otro. Aguántense bien, señores. Todos seguirán al Señor Guacamaya, el volador, quien puede guiarlos al cielo. Ya viajaron por los manglares y la sabana. Ya escalaron montañas grandes, y ya conocen mucho del mundo enorme y lleno de aventuras. —Ahora, les queda solamente el camino entre las nubes, el viaje a través de los cielos azules, negros, y grises. Les falta pasar por las temporadas de la lluvia incesante y de las nieves copiosas. Durante este viaje, sentirán el calor arduo y cansador; igual temblarán con los fríos chocantes e interminables. Al pasar todos estos peligros, llegarán, por fin, al sol resplandor. Allí, podrán saludar a ese infinito puro, el sol omnipotente. —Vamos entonces hacia las nubes, amigos, y así, alcanzaremos nuestra meta celestial, el sol.

Y entonces se agarraron todos. Empezando esa fila extraña que formaba un perfil fantasma iba la niña Sofía, aguantada del Señor Guacamaya. Los demás seguían atrás. ¡Era una aparición maravillosa, esos voladores de vientos voluptuosos! Pero igual volaban en los cielos nublados, y volaban rápido, determinadamente, con idea absoluta.

—Despierta, niña, despierta— la llamaba su mamá suavemente, y la acariciaba para que no se asustara. —Sabes como tu hermano se enoja— repetía su mamá. —Despierta, Sofía, despierta. Pero la niña Sofía habría sus ojos enormes, miraba con dulzura a su mamá, y le respondía en sueño, —Claro, Señor Guacamaya, claro. Ya llegaremos al sol. Al mismo tiempo que murmuraba estas palabras, la niña Sofía se volvía del otro lado. No quería que nadie la estorbara. Quería seguir soñando, esa Sofía; quería seguir volando al sol, esa niña bella y aventurera.


Bio

Ana M. Fores Tamayo writes: Being an academic not paid enough for my trouble, I wanted instead to do something that mattered: work with asylum seekers. I advocate for marginalized refugee families from Mexico and Central America. Working with asylum seekers is heart wrenching, yet satisfying. It is also quite humbling. My labor has eased my own sense of displacement, being a child refugee, always trying to find home. In parallel, writing is my escape: I have published in The Raving Press, Indolent Books, the Laurel Review, Shenandoah, and many other anthologies and journals, both here and internationally, online and in print. My poetry in translation with its accompanying photography has been exhibited in art fairs and galleries as well. I hope you like my art; it is a catharsis from the cruelty yet ecstasy of my work. Through it, I keep tilting at windmills.

Author's note

When my children were young, I was studying for my doctorate in Comparative Literature, and I wanted to write my thesis on the collective notion of humankind, told through stories and folktales. I knew there was a lot of work already done on the myths of ancient Greece and Rome, but myths from other parts of the world fascinated me, especially from the indigenous regions of Mexico, Central, and South America. The similarities of these tales to each other, from peoples of the world who had no contact whatsoever because they were in such diverse geographical areas, intrigued me. In the end, my mentor talked me out of pursuing this train of thought, however, because he said the subject was just too vast, and I would get lost in the telling. But I stayed with that idea always, and as a young teacher, I taught myths of many other cultures to my students; they were happy to hear about the Gods of the Sun and the Rain and how the world was formed, but from their perspective of this side of the world…

And so when I had my own children, I would make up stories for them too. I would mix classical elements with myth, and I would create a fantastical world just for them. This was one of the stories that grew out of those made-up bedtime stories. I would tell them this particular story often, but always changing the animals and the terrains and the vegetation. The characters would always do the same actions though. They would go on an adventure together, always: ecological, mythological, and magical to the end. My daughter, all grown up now, asked me to write this favorite story of hers down one day. And so I did.